Desde La Habana

Para los cubanos de a pie, la democracia no es una prioridad

Para los cubanos de a pie, la democracia no es una prioridad

Para los cubanos de a pie, la democracia no es una prioridad

Cuando cae la tarde, Yainier junto a un grupo de amigos residentes en El Canal, barrio del municipio Cerro, a veinte minutos en auto del centro de La Habana, colocan una mesa en el portal de una vieja bodega y entre tragos de ron y reguetón juegan dominó hasta bien entrada la madrugada.

Son seis jóvenes desempleados que viven de lo que ‘se cae del camión’. Igual venden ropa importada de Rusia o Panamá, cigarrillos de mariguana criolla que pasta dental robada la noche anterior de una factoría de la zona.

En una libreta escolar anotan los puntos que van acumulando en el dominó. El dúo que llega a cien puntos, gana 20 pesos, el equivalente a un dólar, y en caso de propinar ‘pollona’, consigue ganar el doble.

Los ganadores compran más ron y entre risas y choteos matan el tiempo en un país donde las horas parecen que tienen 120 minutos. Ninguno tiene un plan de futuro.

En las siete u ocho horas que se la pasan jugando, suelen hablar de mujeres, fútbol o negocios por la izquierda. La política no es un tema de conversación.

A pocas cuadras de donde ellos juegan dominó, vive el disidente Eliécer Ávila, ingeniero y líder de Somos Más, una organización que apuesta por la democracia, elecciones libre y libertad de expresión.

Probablemente Ávila sea el opositor más conocido entre los cubanos que desayunan café sin leche. Su debate en 2008 con Ricardo Alarcón, entonces presidente del monocorde parlamento nacional, fue un suceso en la Isla. De manera clandestina, en memorias flash circularon las inquietudes del joven informático y las incoherentes respuestas de Alarcón.

Eliécer, junto a Antonio Rodiles, Manuel Cuesta Morúa y Julio Aleaga Pesant, figuran entre los disidentes más preparados en Cuba. Nacido en 1985 en Puerto Padre, Las Tunas, Ávila tiene liderazgo y buena oratoria.

Su proyecto pasa por sumar a personas del barrio, como los seis jugadores de dominó, indiferentes a la realidad de su país. Cómo lograrlo es el problema a resolver por una reprimida oposición local que hasta el momento no tiene poder de convocatoria. Sin ir más lejos, en la barriada del Canal, donde la mayoria de sus habitantes son negros y pobres a rabiar, a casi ninguno le interesa exigir derechos inalienables en cualquier sociedad moderna.

Uno de esos vecinos es Raisán, un mulato que se decoloró el pelo y paga religiosamente la cotización a la CTC (Central de Trabajadores de Cuba), única organización sindical autorizada en la Isla, pero reconoce que sus demandas salariales y laborales, por las que supuestamente debe velar la CTC, ni siquiera las intenta gestionar.

“Brother, esto tiene que cambiar. No se puede vivir con un salario de 400 pesos -alrededor de 17 dólares- mientras que para comer o vestirse se gasta diez veces esa cifra”, señala Raisán, luego de hacer un recuento de las penurias cotidianas que el gobierno jamás soluciona.

Existe una dicotomía en Cuba. Pregúntele a cualquier cubano su valoración sobre el desempeño de los organismos estatales y con las quejas se pueden publicar varios tomos. La gente está cansada de la retórica política. Los ciudadanos quieren mejores servicios, salarios y condiciones de vida. Pero no tienen herramientas legales para llevar a cabo sus propósitos.

Crear un movimiento o partido que vele por sus intereses, cambie la dinámica política y exija la democratización de la sociedad, sigue siendo un tema tabú. Aunque la disidencia reclama esos derechos, todavía no ha logrado ganarse la confianza de los atribulados ciudadanos, para quienes su prioridad es conseguir alimentos y dinero suficiente que le permita reparar sus casas, entre otras necesidades.

La Seguridad del Estado, la policía política, cortocircuita cualquier iniciativa que busque insertar a la oposición dentro de la población. Y desde luego, está el miedo, típico de un régimen de corta y clava, con leyes más severas por disentir que por ciertos delitos comunes. El miedo es un poderoso muro de contención que ahuyenta a los inconformes.

La sociedad cubana sigue siendo excesivamente simuladora. Siempre lo fue. Durante la dictadura de Fulgencio Batista, después del asalto al Palacio Presidencial por parte del Directorio Revolucionario, el 13 de marzo de 1957, las autoridades convocaron un acto de desagravio al dictador y a pesar de la lluvia, 250 mil habaneros acudieron de manera espontánea.

En 1959, tras la llegada de Fidel Castro al poder sucedió igual. En silencio, sin protestar, los cubanos vieron cómo Castro se cargó la democracia, desmontó la maquinaria jurídica legal, sepultó la prensa libre, eliminó los negocios privados y gobernó el país como un vulgar autócrata. ¿Y qué hicieron los cubanos? Aplaudieron al comandante y apoyaron el desmantelamiento de las instituciones en toda la república.

La respuesta a la inconformidad casi siempre fue emigrar. Un segmento considerable de la ciudadanía no respaldó -ni respalda- a los que apuestan por reclamar pacíficamente sus derechos, insertarse en la política y denunciar los frecuentes atropellos a los derechos humanos.

La gente prefiere virar la cara hacia otro lado o seguir viendo el juego sentado en las gradas.

Lograr que los cubanos comprendan que la solución a gran parte de sus reclamos pasa por la democracia, elecciones libres y un marco jurídico coherente e independiente, que apoye a los pequeños y medianos negocios, hasta ahora ha sido una asignatura suspensa de la oposición interna. Que lo ha intentado. Pero sin éxito.

Iván García

Hispanost, 18 de abril de 2017.

Foto: Eliécer Ávila. Tomada de Gaceta de La Habana.

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