Desde La Habana

Mis tíos Dulce y Blas

Mis tíos Dulce y Blas

En junio de 1979, como periodista de la revista Bohemia, estuve tres semanas en la ex República Democrática Alemana. Uno de los lugares visitados fue la casa de verano de Albert Einstein en Caputh, cerca de Potsdam. La simplicidad del mobiliario, pero en particular la mesa y la silla del ‘despacho’ de Einstein, trajo a mi memoria el ‘despacho’ de Blas Roca Calderío, mi primer jefe, en el Comité Nacional del Partido Socialista Popular (PSP) donde trabajé como mecanógrafa desde agosto de 1959 hasta marzo de 1961, cuando me incorporé al tercer contigente de Maestros Voluntarios Conrado Benítez.

A Blas le tecleé más porque era el secretario general del PSP y porque escribía como un condenado, en blocks pequeños, de papel gaceta, sin rayas, de ésos que costaban dos quilos en las quincallas. Blas, como Juan (Marinello) y Carlos (Rafael Rodríguez) eran muy exigentes. No admitían borrones ni chapucerías. En 1959, Blas decidió reeditar su libro Los fundamentos del socialismo en Cuba. Cogió la última edición y la hizo leña. Iba arrancando página por página y en ellas directamente iba haciéndole los arreglos. Para poder concentrarse, Blas decidió alquilar unos días una casa en la playa de Guanabo, y yo, para poder mecanografiar con tranquilidad el libro, me mudé para su oficina, donde solo había un librero, un buró y tres taburetes, uno para él sentarse y dos para los visitantes.

Por eso mientras recorría la casa de verano de Einstein y su mujer Elsa en Caputh, mis pensamientos volaron a La Habana. Y recordé que no solo Blas era una persona muy austera, también lo era su esposa, mi tía Dulce María Antúnez Aragón, los dos de orígenes muy humildes, con largas historias de lucha en favor de la justicia social, él las iniciaría en su natal Manzanillo, ella en Sancti Spiritus. Igualmente simples (y muy discretos) eran los tres hombres que acompañaron a Blas antes de 1959: René López, su secretario, Fiallo, su chofer y Quintero, su escolta, mi padre. Blas nunca se iba solo a almorzar a su casa, en Estrada Palma 107 entre Poey y Heredia, Santos Suárez. En la misma mesa del comedor almorzaban los cuatro. Una vez al año, Blas, Dulce y sus hijos (Lydia, Francisco, Vladimiro y Joaquín) cogían vacaciones. Iban a Guanabo, la playa de moda entonces o al Balneario San José del Lago, en Mayajigua, Sancti Spiritus, desde donde a mis padres y a mí nos enviaban una postal.

Si hubo dos comunistas en Cuba que fueron verdaderos cubanos de a pie, esos fueron Blas y Dulce. No sé quién ni por qué, echó a rodar la bola de que Blas pidió ser enterrado en el Cacahual, donde descansan los restos de Antonio Maceo y su ayudante Panchito Gómez Toro. Nada más falso, inverosímil, injusto, difamatorio…

De su puño y letra, Blas había escrito que cuando muriera, quería que lo enterraran en la tierra. En un texto publicado en 2017, Lázaro Yuri Valle Roca, primer nieto de Dulce y Blas y primer hijo de Lydia, la primógenita del matrimonio Roca-Antúnez, recordaba: «Cuando mi abuelo murió, me indignó que lo velaran con tanta fanfarria, él siempre quiso y dejó escrito que lo enterraran en la tierra, no en el Cacahual, si no en el patio de su casa, algo sencillo, sin tanta cosa». En septiembre de 2013 en mi blog escribía: «Lydia Roca Antúnez, mi prima más cercana, acaba de fallecer en La Habana. No quiso que la velaran ni gastaran dinero en flores. Que lo antes posible la incineraran. Todo acorde a la austeridad heredada de su padre, Blas Roca Calderío, y de su madre, Dulce Antúnez Aragón. Pese a haber sido una de las figuras históricas del comunismo cubano, Blas y los suyos eran una personas sumamente modestas. Como también lo eran -y siguen siendo- los Antúnez, un clan que en mis tías Dulce María y María Luisa tuvo a sus mujeres más comprometidas políticamente».

El 26 de abril de 1987, durante el funeral que la cúpula partidista le organizara a Blas Roca en la Base del Monumento a José Martí, en la Plaza de la Revolución, mi prima Lydia me contó que su padre hizo esa nota-testamento después de una fuerte angina de pecho que tuvo, probablemente debido a serias discrepancias que en ese momento tenía con Fidel Castro. Eso, me aclaró, fue antes de la constitución del Partido Comunista, el 3 de octubre de 1965. Blas no solo pensó que podía morir, también que su carrera política había llegado a su fin. Pero evidentemente las aguas se calmaron pues Blas resultó electo miembro del primer comité central del PCC en 1965. Diez años más tarde, en el primer Congreso del Partido, en 1975, integraría el buró político y el secretariado; luego presidiría la primera legistatura de la Asamblea Nacional del Poder Popular (1976-1981) y posteriormente estuvo al frente de la Comisión que redactó el proyecto de Constitución aprobado el 24 de febrero de 1976.

Un ejemplo de la sencillez, naturalidad y espontaneidad que fue la ‘marca de fábrica’ de Blas y Dulce, es la foto que encabeza este post, de cuando el domingo 16 de abril de 1967 le celebraron el cumpleaños del ‘viejo Paco’, como cariñosamente le decíamos al padre de Blas, Francisco Antúnez, sentado, con gafas oscuras. Detrás, mi tía Dulce, con una blusa de rayas y a su lado, Blas, que siempre en el bolsillo de la camisa llevaba una pluma de fuente y un par de bolígrafos. La niña pegada a la mesa es mi hija Tamila, de 3 años. El muchachito con camisa blanca es el hijo de Esperanza, una de las hermanas de Blas. El bebé de dieciocho meses, cargado por una mujer embarazada con gafas, es Alejandro, el segundo hijo de mi primo Francisco Roca Antúnez. Ella, Miriam, era su segunda esposa y tal vez ésa haya sido una de sus últimas fotos: después que dio a luz, una hembra a quien pusieron Vivian, baldeando la casa, descalza, fue a desconectar una lámpara de pie y se electrocutó. En la mesa, el cake ya picado, con una vela, dos bandejas de panecitos con pasta de bocadito y una de pastelitos. Lo típico en los cumpleaños de los cubanos de a pie.

Tania Quintero

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