Desde La Habana

Los olvidados del castrismo

Cuando está lúcido, Dubiel tiene una memoria fotográfica. Casi 30 años después, todavía recuerda los nombres de caseríos recónditos en la selva angolana y cuenta anécdotas de aquella guerra civil que involucró a más de 300 mil soldados y reservistas cubanos entre 1975-1991.

Dubiel regresó traumatizado. Fue muy duro ver los cuerpos de compañeros volando por el aire en un campo minado y la muerte de camaradas tras una amistad forjada en la trinchera.

Durante un tiempo, recibió tratamiento psiquiátrico e intentó adaptarse a la vida civil. De poco le sirvió. El alcohol y los sicotrópicos lo noquearon. Desorientado, fue presa fácil de la demencia.

Convertido en un guiñapo humano, su familia lo abandonó. Sobrevive recogiendo latas vacías de cervezas y refrescos que después vende como materia prima. Duerme donde lo atrape la noche.

Hediondo y hambriento, deambula por calles de la barriada de La Víbora con un saco de yute al hombro cargados de latas escachadas. La última vez que se miró en un espejo se asustó.

“Era un tipo bien parecido. Terminé el preuniversitario y tenía novias. La guerra de Angola me enloqueció. Si pudiera, demandaría al gobierno, el culpable de mi situación. Como yo hay unos cuantos en todo el país. Olvidados y tirados a mierda. A estas alturas, todo me da igual. Lo que más deseo es morirme. Cuanto más rápido, mejor”, dice mientras se empina un trago de un alcohol pendenciero y barato.

Dubiel es uno de los 436 mil hombres y mujeres de la tercera edad que necesitan atención social en Cuba (el 18,3% de la población cubana, más de 2 millones de personas, tienen más de 60 años). Las autoridades no han sido capaces de trazar una estrategia coherente para frenar el auge de la mendicidad en el país.

En el caso de La Habana, la respuesta del régimen es recogerlos en determinadas fechas (visita del Papa o un mandatario extranjero) e internarlos en un campamento al sur de la ciudad, donde los bañan con mangueras a presión y les sirven dos comidas diarias.

A los pocos días regresan de nuevo a buscarse la vida en la calle. No siempre fue así. En la década de 1980, era difícil encontrar limosneros y lunáticos durmiento en los portales. Los acontecimientos posteriores contribuyeron a la socialización de la pobreza por parte de los hermanos Castro.

La seguridad social se desinfló cuando el Estado perdió de golpe el generoso subsidio soviético. En la primavera de 2015, han aumentado los mendigos y ancianos desvalidos que subsisten pidiendo dinero en las calles o vendiendo periódicos y ropas viejas.

Ellos son los grandes perdedores de las tímidas reformas del general Raúl Castro. Mientras en la prensa mundial se alaban los cambios cosméticos y el glamour de un puñado de negocios privados, los ancianos y vagabundos callejeros siguen olvidados.

Después de 40 años laborando como ayudante de albañil, Lázaro, con la piel en los huesos, recibe una pensión de 193 pesos (alrededor de 8 dólares). Su familia lo botó de la casa. Una tarde de 2014 se presentó en un destartalado asilo estatal de ancianos en busca de cobijo.

“Me dijeron que no era un caso grave. Que fuera a la policía y denunciara a mi familia. Y me aclararon que si pretendía entrar en un asilo, a partir de enero de 2015 debía pagar 400 pesos mensuales. Y mi jubilación es menos de la mitad. Para ingresar en los asilos de la iglesia, debes entregar tu vivienda. Y yo no tengo ninguna. Durante medio siglo, quisiéramos o no, todos éramos propiedad del Estado. Ahora con Raúl Castro somos unos apestados”, comenta Lázaro.

Muy cerca de Prado y Neptuno, la esquina que inspiró el primer chachachá, entre voceadores de taxis colectivos y turistas despistados que se hacen selfies en las ruinas, un anciano barbudo y sucio duerme descalzo en un banco de mármol. “El hombre vino de una provincia oriental. Suele dormir aquí o en los alrededores del malecón. Come sobras de los latones de basura. Apenas habla. Le dicen ‘el gallego’. Se cuenta que estuvo en la guerra de Angola. Creo que no recibe nada de la seguridad social”, cuenta un vecino del barrio de Colón.

Huyendo de la miseria y la falta de futuro en antiguos bateyes azucareros y pueblos empobrecidos en las zonas orientales, miles de personas recalan en La Habana buscando mejor suerte.

Una ley segregacionista, la 217, vigente desde el 22 de abril de 1997, etiqueta de parias a los orientales. Y ante el acoso de la policía, en una noche levantan bajareques de cartón y aluminio en las afueras de la ciudad.

Son bolsones de pobreza extrema, mugrientas favelas, con aguas albañales y sin luz eléctrica. “Muchos de los ancianos y personas que viven en la vía pública, pidiendo limosnas o emborrachándose, llegaron del oriente de la Isla. Al ser ilegales, no tienen derechos. Son los que peor la están pasando”, explica una trabajadora social.

El régimen hizo recortes de carnicero a la ayuda social. La política es brindársela solo a aquellos ciudadanos que las instituciones demuestren que de verdad lo necesitan.

El problema es que fuera de ese criterio quedan miles de ancianos y menesterosos que por decreto oficial no clasifican. Como Dubiel, otrora ‘perro de la guerra’ en Angola.

Iván García

Foto de Juan Antonio Madrazo Luna tomada de Los mendigos negros de La Habana.

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