Desde La Habana

La doble moral, una ‘herencia revolucionaria’

Antes de 1959, los cubanos comían, se vestían y arreglaban sus hogares de acuerdo a sus entradas. Quienes más tenían, mejor vivían. Y quienes teníamos menos, como era el caso de mi familia, vivíamos peor.

Pese a mi padre ser barbero ambulante y mi madre ama de casa, con un peso diario alcanzaba para almorzar y comer. No teníamos refrigerador, todos los días comprábamos una piedra de hielo, que Andrés, el negro de la nevería que quedaba en Infanta y Zequeira, repartía por las casas, a 5 o 10 centavos cada una.

En nuestra cuadra, en Romay entre Monte y Zequeira, a dos cuadras de la Esquina de Tejas, había familias con mejores condiciones y también peores que las nuestras. Como los vecinos del solar situado frente a nuestro viejo edificio de dos plantas.

Al no tener refrigerador, cada día se compraba lo que se iba a consumir. Entonces, debo aclarar, aunque se fuera pobre, no se comía lo mismo a la hora del almuerzo y la cena. Y si las dos veces había arroz, se cocinaba al momento.

Al residir cerca del Mercado Único, en Cuatro Caminos, el pescado y los mariscos se compraban allí. Frescos, conservados sobre hielo. Casi todos los vendedores eran chinos. A nadie se le ocurría esconder lo que iba a cocinar, fuera un arroz con camarones o un enchilado de langosta.

Una vez, me contaron, en un apartamento de un edificio donde todo se sentía y se olía, para que los vecinos no descubrieran el ‘aroma’ de las langostas que iban a preparar, pusieron a hervir coles, con la intención de despistar el olfato ‘enemigo’ con el fuerte olor a azufre. La anécdota no acaba ahí: los carapachos de las langostas los trituraron bien y echaron por el inodoro. Que milagrosamente no se tupió.

Una tarde, mientras visitaba a unos amigos, me estaban enseñando unas compras que habían hecho en una ‘shopping’ (tienda recaudadora de divisas), cuando tocan a la puerta. Mandaron a la hija a mirar quién era, y cuando la muchachita dijo «es fulana», lo escondieron todo. Para que la señora no se diera cuenta que habían ido a la ‘shopping’ porque habían recibido dólares de su familia en Estados Unidos.

Un vecino del barrio una vez nos sugiró que los envases de las cosas compradas en la ‘shopping’, los envolviéramos bien en periódicos y los botáramos en contenedores de otras cuadras, mientras más alejadas, mejor. Según nos dijo, había gente que se ponía a revisar lo que uno botaba en la basura, a modo de «constancia» del nivel de vida de determinadas personas de la cuadra.

Ese mismo vecino ya nos había aconsejado tratar de comer en restaurantes alejados de nuestra zona de residencia. «De vez en cuando, deben  ‘tocar’ (sobornar) a los del CDR con un jabón de baño, un desodorante o un paquetico de detergente», dijo.

Nunca seguimos sus paranoicos consejos. Porque además, nunca recibíamos tantos dólares, ni tan a menudo, para tener que hacer semejante teatro.

Que un travesti o una jinetera salgan de su casa con una ropa y en casa de alguna amistad se cambien y se pongan vestimentas apropiadas para sus menesteres, es comprensible. Pero en Cuba conocí a una persona que todos los días salía vestido de ‘proletario’, para que sus vecinos no verían las buenas ‘cobas’ (mudas) de ropa que tenía. Sencillamente surrealista!

Hay casos en que a la hora de simular -o de mentir- coinciden comunistas y disidentes. Un «revolucionario», por ejemplo, dirá que fue ‘obligado’ a asistir a una marcha o a un acto de repudio, porque si no iba, además de no cobrar el día, se ‘marcaba’ y podía perder el trabajo.

Y un «opositor» justificará que su hijo o nieto asistió a una convocatoria gubernamental, para no ‘señalarse’, pues el muchacho aspira a estudiar tal o cual especialidad. «Y como nosotros no tenemos pensado irnos del país, tenemos que hacer el paripé», añadirá.

Los que trabajan, sea en lo que sea, no deben faltar, ni llegar tarde ni ‘majasear’. Los que estudian, igual, sea en el nivel que sea. Está bien asistir a las reuniones laborales y escolares. Lo cortés no quita lo valiente. Las cuentas del alquiler, luz, agua, teléfono, etc, deben ser pagadas, en los plazos fijados.

Pero lo cierto es que a nadie en Cuba le ponen un fusil en el pecho para que asista a nada. Y menos a los actos. Quienes asisten, van por miedo o para marcar ‘la tarjeta revolucionaria’, ésa que la población lleva marcando desde 1959.

Una amiga de 74 años que ahora vive en Hialeah, Miami, no perteneció al CDR ni a la FMC. Nunca asistió a las reuniones del Poder Popular y jamás fue a votar. Al contrario de otros amigos, que cuando me hice periodista independiente me pidieron que no les visitara más, siempre me recibió en su casa. Y cuando hablaba, si iba a opinar de Fidel Castro, levantaba la voz, para que la oyeran bien en su vecindario.

Debo reconocer que cuando esa amiga vivió en La Habana fue la excepción de la regla. La gran mayoría de los ciudadanos, sean comunistas o disidentes, ya se han acostumbrado a fingir. A la doble moral y la hipocresía. Y a vivir con una careta que algunos ni en su casa se quitan. Es una de las ‘herencias’ que a los cubanos ha dejado un régimen de 52 años.

Tania Quintero

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