Desde La Habana

Historias de gente simple

La vida para Juan Domeq, 69 años, es un círculo vicioso. Todos los días se levanta a las 5:30 de la mañana y con su andar lento y titubeante llega a un estanquillo (quiosco) de periódicos y compra 50 ejemplares del periódico Granma e igual número de Juventud Rebelde. Domeq invierte 20 pesos (menos de un dólar) en los 100 ejemplares. Si logra venderlos, a un peso cada uno,  obtiene 80 pesos de ganancia. Pero no son muchos los días que puede vender esa cantidad de periódicos.

“A La gente de la calle le interesa poco lo que dice nuestra prensa. Además, el empleado del estanquillo no siempre puede venderme 100 periódicos, por lo general me vende entre 40 y 50. Después, si tengo un buen día, compro algunas viandas para mi esposa que desde hace cuatro años está en cama por una parálisis, también debo comprarle leche o yogurt. La escasa plata que gano vendiendo periódicos la gasto en comida, y tengo que estar con los ojos bien abiertos, pues ya la policía me ha puesto varias multas de 40 pesos cada una, por vender la prensa sin tener licencia”, señala Juan Domeq, un anciano triste colmado de achaques que vive en una inmunda cuartería de la barriada habanera de Lawton.

A la misma hora que Domeq se levanta para comprar la prensa, Antonio Villa, 64 años, impedido físico, se despierta y luego de desayunar una taza de café caliente, en su sillón de ruedas se dirige hacia la panadería de El Mónaco, donde a la entrada vende jabas (bolsas) de nailon, a peso (0.05 centavos de dólar) cada una.

Según Antonio, una persona le vende un centenar de bolsas de nailon por 35 pesos. “Vendiendo jabas suelo estar entre 10 y 12 horas diarias. A veces tengo un día bueno y logro vender 200 jabas, pero la mayoría de las veces sólo vendo 80 o 90. Con lo que obtengo, de 65 a 120 pesos (unos 3 a 5 dólares), compro la comida y guardó alguna calderilla para pagarle a una mujer que me lava la ropa. En no pocas ocasiones la policía me ha llevado para la estación, y además de una multa me decomisa las jabas. Pero en cuanto me dejan libre, vuelvo a lo único que sé hacer para buscarme el dinero de forma honrada”, cuenta Antonio, un negro que perdió una pierna durante la guerra de Angola en 1987, y vive en una choza de madera y techo de aluminio.

También sin mucha suerte intenta buscarse un puñado de pesos Clara Rojas, 70 años,  anciana sucia y mal vestida, residente en una decrépito asilo de ancianos en la barriada de La Víbora. Clara vende cigarrillos al menudeo. “En el asilo nos dan almuerzo y comida, pero tan mal elaborados que muchos viejos que allí residimos preferimos buscar algún dinero por nuestra cuenta y comer en la calle”.

Luego de estar 14 horas vendiendo cigarrillos, el dinero ganado le alcanza para comer una ración de arroz, potaje de chícharos y un pescado de sabor indefinido y repleto de espinas, en un tugurio estatal donde los precios son bajos. Con el estómago lleno, vuelve al asilo a dormir.

Juan, Antonio y Clara son tres ancianos cargados de achaques, con ligera demencia senil y sin una familia que los cuide. Tienen que hacer milagros para sobrevivir en las duras condiciones del socialismo cubano. Y no son los únicos.

Iván García

Foto: mrcharly, Flickr

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