Desde La Habana

García Lorca en La Habana

Lorca en La Habana ilustración de Raúl Arias 300 _abDeslumbró a los intelectuales y conmovió al público que asistió a sus conferencias y recitales, se reafirmó como el poeta más reconocido y admirado de España, encontró amigos que aprendió a querer por correspondencia y se instaló en una ciudad cuyos portales y patios daban a su casa de Granada.

Pero la verdad es que en los tres meses que pasó en Cuba, en 1930, Federico García Lorca halló la verdadera felicidad con los bongoseros de los bares de la playa de Marianao y con los treseros de las cantinas del puerto de La Habana que iluminaban y humedecían sus sones con marejadas de Carta de Oro, un ron puro y regañón que produce, primero, una gran ilusión y, después, una melancolía salvaje.

Así lo recuerda el poeta Nicolás Guillén, su anfitrión natural en ese viaje porque tenían una hermandad en cierta noción de la picardía y el disfrute de la vida y el cubano le debía unos acordes de guitarra a la hora de escribir poemas. Recibió al español como a un hermano que regresa a casa en la mañana del 7 de marzo (Lorca permaneció en la isla hasta el 12 de junio) invitado por la Sociedad Hispanocubana de Cultura, que presidía el sabio don Fernando Ortiz.

En la memoria del poeta de Sóngoro Cosongo estaba siempre un García Lorca vivo, intenso, entregado a la aventura de su paso por el mundo como ser humano amante de la poesía y la música que vivía la experiencia en la isla sin asombro, con la alegría de quien comprueba que lo que había soñado o imaginado sobre ese país era una realidad cálida y luminosa que podía tocar.

Adolfo Salazar, el crítico musical español que coincidió con Lorca en La Habana, apuntala los recuerdos de Guillén. Escribe que el granadino solía pedirle a los músicos en las tabernas que tocasen una pieza que le gustara. «Enseguida probaba con las claves, y como había cogido el ritmo y no lo hacía mal, los morenos reían complacidos haciéndole grandes cumplimientos. Esto le encantaba. Un momento después, Federico acompañaba a plena voz y quería ser él quien cantase las coplas».

Lorca fue el centro de la vida cultural de Cuba mientras permaneció en la isla. Lo recibieron, lo convidaron y asistieron a sus conferencias los más importantes escritores criollos y algunos extranjeros que estaban de paso, como el escandaloso y controvertido colombiano Porfirio Barba Jacob, que fue su asesor privado en las madrugadas habaneras.

Se le admiró y se le quiso. La prensa reseñó las cinco conferencias que ofreció y elogió su sabiduría, su dicción, el rigor de sus exposiciones. Emilio Roig de Leuchsenring, el historiador y ensayista habanero, le dio un pasaporte etéreo y cariñoso cuando lo incluyó en la tribu de intelectuales isleños en una nota periodística en la que aseguraba que el poeta español estaba completamente ‘aplatanado’, es decir que se comportaba, para complacencia de todos, como un cubano más.

Sus aventuras nocturnas, la diversidad y el desparpajo del pelaje de sus compañías y la sorpresa de sus amaneceres en La Habana, Pinar del Río, Matanzas, Yumurí, Varadero, Cienfuegos o Santiago de Cuba, pasaron a humanizar al visitante frente a los criollos y a darle un valor añadido a su rebeldía personal, la irreverencia y la ruptura tajante con las convenciones y los cercos sociales.

El escritor Juan Marinello habló de Lorca como «un muchacho presuroso y alegre» que llegaba de la Gran Manzana donde había escrito Poeta en Nueva York. El hecho de que en Cuba se le recibiera como a un maestro tiene que ver con la certeza de que estaban en presencia de un verdadero fuera de serie, un poeta sensible y culto, atormentado y lúcido, encerrado en el pecho de joven que cumplió sus 32 años bajo la candela del sol de Santiago de Cuba.

El poeta dejó en ese viaje la huella de su literatura y la marca de sus virtudes y sus manías como persona. Se decepcionó de viejos amigos que conocía por cartas como Enrique Loynaz del Castillo, que le pareció, en persona, un tipo aburrido y desajustado. Al mismo tiempo, se hizo compañero de fiestas y cómplice de su hermana Flor, una muchacha loca que escribía poesía y pensaba que un buen poema era tan apasionante como un carro descapotable. Miraba con sorna porque, según él, hacía malos versos, a Dulce María, la otra hermana de la familia, que se iba a ganar el Premio Cervantes mucho después, cuando ya Lorca iba y venía todos los días a la eternidad.

Los críticos han hallado y hallarán todavía muchos asuntos trascendentes que estudiar sobre esa estancia del poeta español en Cuba. Creo que, para aquel hombre que se presentaba sencillamente como Federico García, lo más importante de la visita de Lorca fue que le pudo ofrecer un tiempo de felicidad personal, de ventura en su vida privada que estuvo en su memoria hasta el día en que lo asesinaron, seis años después de que se retratara con su traje blanco junto a un niño habanero que vendía periódicos y le escribiera estas líneas a sus padres:

«Habana es una maravilla, tanto la vieja como la moderna. Es una mezcla de Málaga y Cádiz, pero mucho más animada y relajada por el trópico. El ritmo de la ciudad es acariciador, suave, sensualísimo y lleno de un encanto que es absolutamente español, mejor dicho, andaluz. La Habana es fundamentalmente española, pero de lo más característico y más profundo de nuestra civilización. Yo naturalmente me encuentro como en mi casa».

Raúl Rivero
El Mundo, 12 de agosto de 2015.

Ilustración de Raúl Arias tomada de El Mundo.

Ver también: Iré a Santiago, versión musicalizada que hizo Ana Belén del poema Son de negros en Cuba de Federico García Lorca.

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