Desde La Habana

Gadafi en el retrovisor de Castro

Los dictadores son una familia única. Da igual como usted los etiquete. Pueden ser populistas, autoritarios, fascistas, totalitarios o marxistas. Y casi siempre son la suma de toda las clasificaciones.

La mayoría de los autócratas entran por la puerta de atrás en sociedades que no funcionan, paralizada por la corrupción o graves crisis económicas. Pueden prometer trabajo, pan, mantequilla y espacio vital, además de un auto austero para todas las familias alemanas. Fue el caso de Adolfo Hitler, el mayor y mejor ejemplo de un tirano paranoico.

El chacal de Uganda, Idi Amín solía comer carne humana. Stalin sentía una necesidad compulsiva de matar seres humanos por millones. En Haití, Duvalier Jr. coleccionaba coches Ferrari, mientras su ejército particular degollaba a los opositores a machetazos. Ahora, el impresentable dictador haitiano quiere volver al ajo de la política. Cosas que pasan.

En Argentina, para la dictadura militar era un ‘hobby’ lanzar personas con vida desde un helicóptero. Trujillo en Dominicana, Franco en España o Ceacescu en Rumania, cual si fuesen vampiros, eran aficionados a la sangre humana.

En Cuba, Fidel Castro no apretó el gatillo tan festinadamente como sus émulos de otros lares, pero con sus disparates mayúsculos, destrozó la segunda economía del continente, como engendrar vacas enanas para que produjeran cantidades considerables de leche. Sin contar que puso a la isla y al mundo al borde de una hecatombe nuclear en 1962 ni sus posteriores juegos de guerra por África.

Pero el campeón de los dictadores chiflados es el libio Muammar el Gadafi. Es el clásico personaje perverso y excéntrico. Todos conocen sus manías. Lo mismo plantaba una jaima (carpa) en Manhattan, acompañado de 200 guardaespaldas vírgenes, que mandaba un mensaje por radio a sus agentes en Europa para que volaran un avión civil repleto de pasajeros en pleno vuelo.

Da asco tener relaciones con tipos siniestros. Me avergüenza que en mi país se afanen en defender a Gadafi. No entiendo cómo Castro condena a terroristas al estilo de Luis Posada Carriles, y defiende a este libio corrupto, asesino y peripatético sentado en un balcón con su inseparable libro verde.

Nada justifica ser amigo de semejantes personajes. Los tiranos suelen comportarse como un clan. Se defienden unos a otros. Cuando Castro mira por su retrovisor ve con angustia que el beduino podría tener sus horas contadas. Quizás por puro instinto de conservación lo protege. Chávez y otro aprendices de caudillo también debieran condenarlo.

Las democracias occidentales tienen su cuota de culpa. Después que el loco de Trípoli se dedicó a guardar millones en bancos suizos y europeos y dejó a un lado el C-4 y el terror, a la carrera fueron jefes de Estados modernos y civilizados a mimarlo y darle una oportunidad.

Parte de los males que padece el planeta actualmente es achacable a los tibios e indecisos demócratas. Hace rato que Gadafi debiera estar sentado en el banquillo de un tribunal internacional. Ahora se están pagando las consecuencias.

Iván García

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