Desde La Habana

En Cuba faltan muchas cosas, pero tenemos a Omara Portuondo


Hay algo de culebrón en la vida de Omara Portuondo. La diva de Buena Vista Social Club nació un 29 de octubre de 1930 en la barriada habanera de Cayo Hueso. Su madre, Esperanza Peláez, pertenecía a una familia española rica y de abolengo, que esperaba contrajera matrimonio con un hombre blanco, solvente y de elevada posición social.

No fue así. Esperanza escapó con un tipo negro, alto y bien parecido que jugaba béisbol. En la sociedad de la época eso era un sacrilegio. Entonces vivieron un romance de película. A sus parientes y amistades, ocultaba su casamiento con un negro. Si la pareja coincidía en la calle, no se miraban ni saludaban.

Ese hombre se llamaba Bartolo Portuondo y fue un pelotero de clase que jugó como infield en las ligas negras de Estados Unidos entre 1916 y 1927.
Bartolo también incursionó en los clásicos invernales del béisbol en la isla. El padre de la futura novia del feeling, había nacido en la provincia de Camagüey en el siglo 19. Fue amigo del poeta nacional Nicolás Guillen y amante de la buena música.

Desde niña, la música era algo cotidiano en el hogar de los Portuondo. A falta de gramófono, sus padres entonaban canciones y sus tres hijas, hechizadas, los escuchaban en su pequeñas sillas de maderas mientras comían.

A los 15 años, en plena adolescencia, Omara irrumpió en el mundo de la lentejuela. Probó  fortuna en la danza, siguiendo los pasos a su hermana Haydée, integrante de la compañía de baile del prestigioso cabaret Tropicana.

Mucho tiempo después Omara recordaría: “Era un lugar muy elegante. Pero aquello no tenía sentido. Yo era una chica muy tímida y tenía vergüenza de enseñar las piernas”.

Su madre la convenció para que no dejara pasar la oportunidad. Y así lo hizo. Empezó una carrera de bailarina que la llevó a formar pareja con el célebre bailarín Rolando Espinosa.

Pero lo suyo era el canto. Los fines de semanas, al lado de su hermana Haydée, cantaba jazz norteamericano con César Portillo de la Luz, José Antonio Méndez y el pianista Frank Emilio.
Entró de golpe en el género del feeling. Cuando a finales de los 40 debutó en la radio, fue presentada como «Omara Brown, la novia del feeling». El mote pegó, no ese apellido en inglés.

En 1950 formó parte de la orquesta Anacaona, integrada por mujeres. Y en 1952, de nuevo junto a Haydée, se unió a un par de mulatas con voces de diosas, que luego se convertirían en monstruos sagrados en la cancionística cubana: Elena Burke, la señora sentimiento, madre de Malena Burke, y Moraima Secada, tía de Jon Secada, cantante cubanoamericano.

Las acompañaba al piano Aída Diestro. El cuarteto  Las D’Aida hizo historia. Grabaron un álbum con RCA Victor y compartieron escenario con gigantes de la talla de Edith Piaf, Pedro Vargas, Rita Montaner, Bola de Nieve y Benny Moré.

También sirvieron de acompañantes al fabuloso Nat King Cole, cuando este actuó en el cabaret Tropicana. Como solista, Omara acompañó a Ernesto Lecuona, Isolina Carrillo y Arsenio Rodríguez, entre otros.
Su debut discógrafico en solitario se produjo con  Magia Negra, grabado en 1959, el mismo año que Fidel Castro tomara el poder. Tres años después, estaban de gira por Miami con el cuarteto Las D’Aida cuando se desata la crisis de los misiles.

Regresan a La Habana. La Portuondo continúa con la agrupación hasta 1967. A partir de entonces, canta como solista, y a ratos, comparte voz con otros intérpretes, como en 1970, cuando cantó con la Orquesta Aragón. Ha participado con éxito en  festivales internacionales.

Omara Portuondo es una intérprete polivalente. Lo mismo canta una rumba que un guaguancó. Un bolero que una balada. O a capela. Es completa. Su versión de “La era está pariendo un corazón”, de Silvio Rodríguez, es proverbial.

Tiene swing, técnica y corazón. Quien la ha escuchado cantando boleros sabe a lo que me refiero. Cuando interpreta “Veinte años” de María Teresa Vera le arranca lágrimas a los que peinan canas. Y a los que no también.

Cuando el alemán Win Wenders y el estadounidense Ry Cooder se paseaban por barrios marginales y sucios de La Habana, en el sidecar de una moto rusa, buscando músicos olvidados para el disco y documental Buena Vista Social Club, siempre tuvieron en mente una diva. No podía ser otra que Omara Portuondo.

Con Ibrahim Ferrer, Compay Segundo, Elíades Ochoa y el pianista Rubén González, dio la vuelta al mundo y obtuvo varios Grammy. El último, en la versión latina de 2009, con el mejor álbum tropical.

A sus 80 años, Omara no se rinde. Vaya perla. Es una de las imprescindibles de la canción cubana. Su voz lozana sigue estremeciendo, como en aquellos días, que cantaba con sus padres en la sala de la casa.
En Cuba faltan muchas cosas. Pero tenemos a Omara Portuondo.

Iván García

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