Desde La Habana

El hombre de Siberia

Al escritor ruso Yevgeny Yevtuchenko lo ha vestido siempre el enemigo. En una época, los haraganes y toscos diseñadores del poder soviético. En otra, perversos sastres occidentales pagados por poetas que lo envidiaban. Y ahora, a sus 77 años, lejos de los círculos políticos y de sus adversarios en las letras, es él mismo (educado en aquellas escuelas) quien elige su indumentaria.

La trascendencia de este señor se la debe a la poesía, a su obra (dura y tierna) y al rastro polémico de su existencia.

Esta semana estaba en Bogotá en una reunión de poetas y el mes pasado en El Salvador. Sigue su viaje itinerante por América, un camino que inició en los años 60 y que le ha permitido, por ejemplo, disfrutar de la amistad de Pablo Neruda y padecer el rechazo de Nicolás Guillén.

Con esos viajes se ha hecho de un castellano que cancanea y se traba, pero le permite comunicarse con sus nuevos amigos en medio de un torrente de infinitivos. Así, acaba de decir en Colombia: «La poesía es más noble que la política».

Yevtuchenko (Zimá, Siberia, 1933) lo sabe muy bien. Su primer encontronazo con los camaradas del Kremlin se produjo en sus años de estudiante. Lo expulsaron de un instituto de literatura porque apoyó la publicación de una novela de un amigo que no agradaba a los funcionarios. Y sólo sus poemas, que lo convirtieron en un ídolo de los jóvenes, le sirvieron para sobrevivir en una relación con los líderes comunistas que tenía todos los signos (tánganas y reconciliaciones) de un concubinato pasional y peligroso.

El poeta se le escapó a José Stalin por la derecha de su bigote georgiano. Yevtuchenko comenzó su vida pública en pleno deshielo, bajo el sombrero de Nikita Jruchev (un liberal al lado de su antecesor), y era demasiado querido por los rusos como para que se le pudiera eliminar mediante una orden a la policía. Él desarrolló un sentido especial para elegir sus rebeldías y fundó un estilo personal para las autocríticas.

Al tiempo que se producían esas campañas internas, el poeta se daba a conocer en el extranjero, su obra se traducía y se difundía en el mundo entero, y sus viajes le permitieron hacerse amigo de escritores y artistas en muchos sitios. Esa expansión de su trabajo reforzó su cobertura a la hora de enfrentarse a los burócratas y a los poetas mediocres que levantaban sus copas de vodka y gritaban. ¡Salud, Guenia¡ y corrían luego a comentar que los versos de Guenia tenían «problemas ideológicos».

El poeta y sus compañeros de generación, Robert Rodzhenski, Bela Ajamadulina y Andrei Voznesenski le dieron a la literatura rusa y a sus lectores una ilusión de cambios y tiempos nuevos. Tuvieron que esperar muchos años para que se produjeran.

Yevtuchenko vive con su familia entre Estados Unidos y Rusia. A veces, parece que el proceso que ha sufrido su país no se corresponde con la ilusión que él y sus amigos despertaron una vez, pero el poeta -esto es lo más importante- continúa su escaramuza personal a favor de la libertad. Aunque tenga repuntes de una nostalgia que no tiene por qué ser de aquella nación de unanimidades impuestas por decretos, de segundones al mando de instituciones culturales, en las que los grandes poetas debían dedicar también su talento a redactar telegramas y cartas de arrepentimiento.

Conocí su poesía por el poeta Heberto Padilla, su viejo amigo de Moscú y de La Habana. Me alegra saber que escribe y viaja y se equivoca porque eso quiere decir que vive y está lúcido. Sus enemigos y sus adversarios, los que sobreviven, sabrán muy bien por qué Yevtuchenko está tan seguro de que la poesía es más noble que la política.

Estos versos los puso Padilla en español: «Terrible si no quieren escuchar/ Terrible si comienzan a oír/ ¿Y si al final la canción no valiera la pena?/ ¿Y si nada en ella tuviera sentido/ salvo el tormentoso y sangrante estribillo:/ Ciudadanos, oídme».

Raúl Rivero

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