Desde La Habana

El destino de una residencia habanera

El destino de una residencia habanera

En 1958, Eduardo Badell Portuondo se mudaba con su esposa Rufina Yturriaga López-Acevedo, y sus dos hijos, Mariana y Eduardo, a la casa que él y su mujer habían solicitado diseñar a una de las prestigiosas firmas de arquitectos cubanos que entonces había en La Habana.

El resultado fue una espléndida y confortable residencia de dos plantas, en el número 908 de la Calle 82 entre 9na. y 11na., Miramar. Fue construida con los ahorros de toda una vida de Eduardo, un empleado de la Cuban Electric Company que por su laboriosidad, formación profesional y en particular por su dominio de las matemáticas, llegaría a ser el contador principal de la empresa estadounidense que durante 38 años (1922-1960) operó en la Isla.

«Eduardo trabajó hasta el mismo año 59. Le dejaron 400 pesos de retiro. No le quitaron la casa donde vivía con su mujer e hijos, pero sí otras, incluidas las casitas edificadas para ciudadanos de pocos recursos en una zona de Santiago de Cuba que aún existe y sigue siendo conocida como Reparto Portuondo», explica por teléfono un familiar.

Cuando a fines de los años 80 la periodista Tania Quintero conoció a Mariana Badell Yturriaga, ya su padre había fallecido. Ingeniera química graduada de la Universidad de La Habana en 1971 y con un doctorado en la Universidad Mendeleev de Tecnología Química de Moscú, en ese momento Mariana laboraba como especialista en el CECE (Comité Estatal de Colaboración Económica). Tania comenzó a visitar regularmente la casa donde Mariana vivía con su hija Vivianne, fruto de su primer matrimonio, Rafael, su segundo esposo, su madre Rufina y su tía María Teresa. A pesar de la escasez y dificultades para mantener y reparar una vivienda en Cuba, sobre todo de esas dimensiones, la casa de la Calle 82 se encontraba en buenas condiciones. Tania la recuerda así:

«En la planta baja, a la entrada, había un zaguán o recibidor y una escalera, debajo de la cual había un baño para las visitas. La escalera, en forma de curva, tenía luces indirectas y daba acceso a un lobby en la primera planta. A la izquierda se encontraba la habitación del matrimonio, con un baño y puerta al balcón-terraza. Al lado quedaba un cuarto para uno de los hijos, y entre éste y el otro cuarto para el otro hijo, un espacioso baño. En la planta alta había una cocinita y al lado, una puerta que daba a una terraza techada donde en los días calurosos se reunían a conversar y tomar limonada. En la planta baja, al final, había un patio de tierra con matas de mangos, plátanos y anones, entre otras frutas. En la época de mangos, las ramas llegaban hasta la terraza y se podían coger los mangos con la mano.

«En la sala había un gran espejo y una chimenea de ladrillos rojos y se comunicaba con un amplio salón, con ventanales imitando abanicos. Los cristales eran color verde botella, para que no molestara la luz del sol. A la sala, el salón y el comedor se accedía por puertas de cristales que se podían dejar abiertas o cerrarlas. Detrás de la cocina principal, en la planta baja, había un cuartico y un bañito, al principio usado por un chofer que tuvo la familia, aunque el auto que se convirtió en seña de identidad de la familia, era un Mercedes Benz blanco, de 1959, modelo 60, que en La Habana llamaba la atención no solo por la marca, el color y el modelo, si no porque era conducido por una mujer, Rufina, quien antes de irse de Cuba lo vendió por 5 mil dólares. La casa tenía un garage».

Si algo caracterizaba a los Badell-Yturriaga era su hospitalidad y buen trato. En dependencia de la hora, te invitaban a almorzar o comer. O a merendar: la especialidad eran los eclairs, de vainilla o chocolate. Y, por supuesto, a tomar una tacita de café acabado de colar. A mediados y fines de la década de 1990, esta familia habanera que como miles en Cuba había depositado ciertas esperanzas en los cambios prometidos por Fidel Castro, decepcionada y cada vez con más dificultades para sobrevivir, decidió emprender el camino del exilio. El último integrante de la familia que se fue, en 1997, vendió la casa de la Calle 82 por 50 mil dólares (hoy su precio no bajaría de los 250 mil dólares).

«El hombre que compró la casa, compró otra más, también en el municipio Playa. Invirtió mucho dinero en la adquisición de esas dos viviendas y en un piso que construyó en el techo de la casa de la Calle 82. Por esa construcción, totalmente innecesaria, y por otras ostentaciones que hizo, llamó la atención, lo investigaron, le quitaron la casa de 82 y lo metieron preso», cuenta un pariente.

Si el tipo que compró la casa de la Calle 82 la desfiguró, cuando el Estado se apropió del otrora hogar de la familia Badell-Yturriaga, la llenó de rejas, la convirtió en una especie de cárcel urbana y allí instaló una de las muchas dependencias estatales que el régimen tiene a lo largo y ancho de toda la geografía nacional. En internet se pueden ver fotos actuales del interior de la casa y está irreconocible.

«Me quedé de piedra cuando me enteré del destino de la casa de mi amiga Mariana, fallecida el pasado 2 de abril en Barcelona, cuatro días antes de su 70 cumpleaños. Pensé que el propietario la hubiera revendido por más dinero y el nuevo dueño hubiera aprovechado su excelente arquitectura y diseño, y en especial su ubicación en una de las mejores zonas de Miramar, para montar una paladar o alquilar habitaciones a turistas nacionales y extranjeros. Pero jamás hubiera imaginado que la hubieran convertido en sede de un organismo-paripé como es la Comisión Electoral Nacional. Me costaba creerlo y sí, es cierto. Lo confirmé en el boletín de mayo de 2012 del Registro Estatal de Empresas y Unidades Prespuestadas de la Oficina Nacional de Estadísticas e Información», concluye Tania Quintero.

Iván García

Fotos: Así era en 1984 la residencia de familia Badell-Yturriaga, en Calle 82 No. 908 entre 9na. y 11na, Miramar. Y así la transformaron para convertirla en sede de la Comisión Electoral Nacional de la Asamblea Nacional del Poder Popular.

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