Desde La Habana

El asilo de ancianos de la calle San Miguel

Da grima. El asilo de ancianos “Hogar del Veterano”, en Agustina y San Miguel, a una cuadra de la Calzada de 10 de Octubre, es una edificación de dos plantas, descuidada y sucia, pintada de un color que hace muchos años fue azul cielo.

Por estos días de frío húmedo, usted observa en las mañanas sin sol, a varios grupos de ancianos apiñados y aburridos, con sus abrigos sucios y gastados del siglo pasado, los ojos lagañosos y extrañando un café con leche caliente que les cambie el cuerpo ante esta ola gélida de enero de 2010.

Fue el poeta Raúl Rivero, ahora exiliado en Madrid, quien en uno de sus poemas dice “cuando hace frío, el hambre tiene navaja”. Pregúntele a Urbano Fernández, un anciano de 75 años, siete de los cuales residiendo en el asilo, cargado de achaques y una artrosis cruel, qué es lo que más extraña de la existencia cotidiana. Y mirándole quieto con sus ojos claros, la única parte de su cuerpo que aún se mantienen con vida, “siento nostalgia por una cama limpia, unos hijos que me cuiden los pocos años que me quedan y una comida decente y caliente”, dice Fernández, mientras a las personas que pasan por las calles aledañas al asilo, le pide cigarrillos y dinero.

La gente suele mirar hacia otro lado cuando camina por este mal cuidado centro geriátrico. No es para menos. El espectáculo es poco edificante. Viejos tullidos, con hambre, algunos con avanzada demencia senil, jugando dominó o convertidos en pedigüeños.

“Alguna vez fuimos jóvenes y fuertes, expresa Jesús Garzón. Yo jugué béisbol, era campo corto”. Y sus manos que tiemblan como un flan de vainilla, intentan demostrar cómo atrapaba la pelota. Ahora, deteriorado por un avanzado Alzheimer, casi siempre está en cama. Su familia hace años que no lo visita.

“Soy una carga, un estorbo, lo único que pido para este 2010 es morirme cuanto antes». Y de pronto me pregunta si algún día yo pudiera llevarlo al Latinoamericano, al antiguo Estadio del Cerro, a ver un partido de béisbol.

Otro grupo de ancianos tapados con colchas desteñidas y zurcidas juegan una partida de dominó, y comentan cuánto desearían comerse una posta de pollo frito. Desde una cafetería aledaña se siente el olor de los pollos que fríen. “Pero vale 25 pesos, y yo de jubilación sólo cobro 197 pesos” (menos de 8 dólares), aclara Reinaldo Peña, 69 años.

Según Peña, pasaron una Navidad y fin de año sin probar el cerdo asado. “Ese día nos dieron una sopa sin sustancia, arroz blanco y un pescado repleto de espinas. Las asistentes nos acostaron temprano, para poder escuchar música y tomar ron con sus amiguetes. Muchacho, te sugiero que le reces mucho a Dios, para cuando llegues a viejo tengas una familia que vele por ti”, dice el anciano, mientras se le humedecen sus ojos opacos y míopes.

Pedro Carballo, 84 años, es de los ancianos que más tiempo lleva viviendo en asilo. “Voy para 12 años, he visto morir a muchos, algunos buenos amigos mío. Estar en un asilo es como estar preso. Qué no he visto yo. Los asistentes que nos atienden son unos pobres diablos, que recalan aquí porque no tienen una mejor opción para ganarse la vida, el gobierno no les paga un salario digno, entonces lo que les interesa es robarse cuanta comida, aceite y detergente puedan”, comenta Carballo con voz pausada.

Y me cuenta que cuando llegan donaciones del extranjero, los trabajadores se las reparten entre sí. “A nosotros, viejos sarnosos y de mierda, que nos resistimos a morir, siempre nos toca lo peor”, dice el anciano enfadado.

Un grupo de cinco o seis octogenarios se acercan y dan más detalles. “Los que tenemos condición de seminternado, es decir, que solamente venimos a comer y a dormir, desde que amanece salimos al asfalto, a intentar ganarnos un puñado de pesos, para que la vida sea menos dura. Yo vendo periódicos, tengo varios clientes que me pagan 30 pesos semanales, para que cada día les lleva el periódico a sus casas. Gracias a ese dinero, puedo cenar algo mejor», explica Norberto Arias, 78 años, un negro delgado que viste un viejo abrigo de lana y unos zapatos con la suela despegada, cocidos con alambre.

Para Norberto, «cenar algo mejor», es comer arroz, frijoles, vianda y pescado hervido, en un tugurio estatal, lóbrego y sucio que vende comida a bajos precios, llamado El Encanto. La mayoría de los ancianos de este asilo estatal pasaron la Navidad viendo la tele o haciendo historias, alardeando cuando eran jóvenes y tenían un ejército de mujeres bellas, vestían con elegancia y tomaban cerveza.

En un rincón, Norberto Arias, comenta: “Esto es lo único que nos distrae, caernos a mentiras y vivir del pasado y la nostalgia. La realidad nuestra es dura, esperar que Dios nos lleve cuanto antes. Hace muchas Navidades que no comemos turrones, ni una comida caliente y exquisita, nuestras familias nos rechazan, no culpo a nadie, es lo que nos tocó”, acota Arias mientras baja su cabeza y llora en silencio.


Es lo que queda de uno de los Hogares de Veteranos que había en La Habana antes de 1959, donde antiguos mambises, como llamaban a quienes combatieron en las guerras de independencia, podían pasar dignamente su vejez. Puede verse en la foto, del 24 de febrero de 1952, cuando un grupo de alumnas de una escuela pública, (entre las cuales se encuentra mi madre), fueron con su maestra a llevarle tabacos y compartir un rato con estos viejos cargados de historia. Todos implecables, con sus guayaberas de lino.

Ahora es un asilo lúgubre y triste, en la calle San Miguel, en el municipio 10 de Octubre, el más poblado de La Habana.  Si usted no se conmueve al leer cómo viven estos ancianos, por favor, vaya al cardiólogo.

Iván García


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