Desde La Habana

Cubanos en Costa Rica: penurias y derroches

Siguiendo el guión dictado por un pariente que en la primavera de 2015 superó la ruta centroamericana de ocho países hasta llegar a la frontera de Laredo en Estados Unidos, Norberto Fumero, 34 años, chofer de un camión de carga en Cuba, desde su salida de Ecuador viajó siempre en pequeños grupos.

Pero ya en Puerto Obaldía, en Panamá, o en el trayecto por Costa Rica -considerado por Fumero “una tregua a la extorsión de policías, coyotes y sicarios”-, actuó con más libertad de movimiento.

Una madrugada lluviosa llegó a Paso Canoas, un poblado pacato y plano de Costa Rica a la vera de la frontera con Panamá. “En la marcha por Colombia éramos 14, once hombres y tres mujeres sin hijos. Los niños son un impedimento. Hacen más lento y peligroso el recorrido. Ya en Paso Canoas me separé del grupo y me uní a cuatro personas con dinero suficiente para sufragar una estancia que se puede extender más de lo previsto”, expresa Fumero a la entrada de un albergue en La Cruz, pueblo a unos 12 kilómetros de la frontera con Nicaragua.

Cuando llegó a Paso Canoas, empapado por la lluvia y con hambre, se alojó en El Descanso, un hotel de tejas acanaladas y algo más de 80 habitaciones.

“Allí estuve tres noches. Pagaba 9 dólares por día y entre almuerzo, comida y desayuno gastaba unos 12 dólares diarios. Yo viajaba con el dinero escondido dentro de un pequeño radio de baterías. Más o menos 8 mil dólares. Por SMS de familiares en Miami conocía de la crisis en la frontera de Nicaragua. Junto a cuatro amigos, un amigo tico nos llevó desde Paso Canoas a un caserío en los alrededores del Cerro de la Muerte”, cuenta mientras insiste en leer una carta que él y sus socios han escrito para la prensa.

“Pasamos del calor extremo en Paso Canoas a un frío bestial durante la marcha por el Cerro de la Muerte. Hicimos el viaje por tramos. Cuando arribamos a Liberia, un pueblo con pinta de ciudad, abordamos una guagua hasta La Cruz, donde esperamos el desenlace de nuestros casos”, acota Fumero.

El empinado Cerro de la Muerte tiene un microclima propio y sus leyendas a cuestas. Jorge, taxista costarricense, en voz baja les contó que por la noche, en el Cerro transitan personas con capuchas ocultando el rostro y se escuchan lamentos de mujeres.

Pero Fumero y sus amigos no estaban para fábulas. “Es un lugar como otro cualquiera. Viajamos de noche en la parte de atrás de una camioneta. Nunca en mi vida he pasado tanto frío”, recuerda.

En lo que esperan para almorzar, Fumero lee con entusiasmo una carta escrita a lápiz en la cual, pretenciosoamente, solicitan a las autoridades de Costa Rica adoptar la siguiente estrategia:

“Punto uno: habilitar un barco para bordear Nicaragua hasta llegar a Honduras. Punto dos: establecer vuelos humanitarios desde Costa Rica hasta Honduras. En caso de no ser posible, al menos permitir que los cubanos que puedan pagar el boleto viajen hasta Honduras”, lee con voz de tenor mientras sus amigos asienten con la cabeza.

En el poblado de La Cruz hay habilitado cuatro albergues. En un callejón deteriorado, al costado de un mirador con una vista espectacular, se encuentra el albergue de mayor capacidad ubicado en el gimnasio y aulas de un colegio escolar.

Los albergues tienen un horario y un puñado de normas. Hasta las diez de la noche los cubanos caminan de arriba abajo el asentamiento de La Cruz. Igual se sientan en un parque fresco y amplio, en el centro del pueblo, que en el hostal Bella Vista ven un partido de fútbol del Real Madrid.

En el grupo de más de 4 mil cubanos varados en Costa Rica existe un segmento con bolsillos amplios que pueden rentar habitaciones de hoteles y hasta autos o motos para visitar playas cercanas.

Pero son los menos. Cuando cae la tarde, algunos se llegan a un bar tosco a tomar unas copas de ron peleón o un par de cervezas Imperial. Y a cada periodista que llega al albergue los abordan ansiosos con preguntas sobre una posible solución a la crisis migratoria.

Desparramados en colchones de espuma de goma pasan el tiempo enviando mensajes por sus celulares, sentados frente a la tele o haciendo largas colas en la oficina de Western Union, para recibir giros de sus parientes desde la Florida.

En la mañana del miércoles 25 de noviembre las autoridades locales hicieron una fiesta infantil con payaso incluido. El almuerzo ese día consistió en arroz blanco, frijoles colorados y una hamburguesa de carne de res.

Nayda Cosset, ingeniera en telecomunicaciones que huyó de Cuba junto a su novio, dice que “la comida es poca y mala. Solo cuandovienen periodistas o visitas de la Cruz Roja mejoran la calidad. El trato es bueno. Pero estamos locos por seguir adelante”.

A la entrada del albergue en La Cruz han situado baños portátiles y En la parte posterior se han habilitado duchas. Solo un vigilante costarricense, desarmado, vela por la tranquilidad.

“A pesar del disgusto por no poder continuar su marcha, el comportamiento es bueno. Se han dado casos de riñas y quejas por lo que ellos consideran mal trato”, apunta el custodio.

Los cubanos entrevistados culpan a Nicaragua o acusan a las autoridades de Costa Rica de manipular su caso. Muy pocos señalan al auténtico culpable de la crisis: la autocracia de los hermanos Castro.

De pasada, alegan que se marchan de Cuba por la precaria economía y un futuro entre signos de interrogación. Pero aún lejos de su patria, el miedo y el policía interior que muchos cubanos llevan dentro, les impiden hablar con libertad ante las cámaras.

Si pasa lo peor y deben regresar a la Isla, dicen, el gobierno puede tomar represalias. Entonces establecen un pacto de silencio. Que muy pocos rompen.

Iván García, desde Costa Rica

Foto: Tomada de Deutsche Welle.

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