Desde La Habana

Asuntos familiares

Los cubanos llevamos casi cuatro décadas descubriendo lazos de familia en el mapa del mundo. Así tenemos, hemos tenido hermanos y amigos en Kirguizia, Hue, y en Conakry. Pero los verdaderos, los reales, la gente de la sangre y la calle está lejos de nosotros.

Ahora resulta que es en Surinam y en Granada, en Jamaica y Haití y en ese semillero de bellas islas mínimas del Caribe donde hemos encontrado, por fin, nuestro legítimo entorno hogareño.

Ya no importa el curso de la vida de los hombres y mujeres de Budapest y Sofía, de Minsk y Cracovia que según la prensa y el gobierno era nuestra familia y recibía en discursos y artículos el tratamiento pomposo de «hermanos eternos».

Duró unos años esa eternidad. Y la papelería que trató de sembrar el afecto impostado en la isla es sólo una parte de la memoria fugitiva.

En los años de hermandad con Europa del Este, las islas de este ámbito, los países de América, España y el sur de la Florida, por ejemplo, eran como estampas del pasado, unas visiones en los límites del olvido y la frivolidad.

Vino después el momento, siempre conducido por el capricho y las necesidades del estado, de volver la atención sobre esos territorios y rescatar, tratar de rescatar toda la sustancia que el oportunismo, el júbilo y el engaño había convertido en sitios peligrosos.

Ha sido y sigue siendo un regreso desconcertante y demoledor, a veces teñido de humillación y siempre doloroso pero nunca plano.

En ese ejercicio de trauma y desafío ha estado la sociedad cubana en los ’90, cuando para el fin de siglo se anunció el delirio caribeño: ahora tenemos los líderes de esta región y hay que abrazarse a los nuevos hermanos eternos.

Confieso que me gustaría, cómo no, hallar un contacto fraternal en un barrio de Montego Bay, donde siempre quiso llegar José Lezama Lima. Pero primero quisiera que mi hermano Humberto, que está en Toronto, pudiera vivir y trabajar decentemente junto a mí, en La Habana.

Estoy seguro de que podría querer, como a una hija, a cualquiera de las inteligentes muchachas granadinas que ya se preparan en Cuba para estudiar carreras universitarias. Claro que para mí lo mejor sería que mi hija Cristina pudiera estar conmigo en libertad y sin penurias, sin el estigma de mi apellido, en la ciudad que ama.

A lo mejor, impulsado por la nueva convocatoria fraterna, puedo hacer relaciones con un músico de Guadalupe pero extraño las veladas y las descargas cubanas con Arturo Sandoval, las sesiones de poesía con Donato Poveda y el sonido, sí eterno, del saxofón de Paquito D’Rivera.

Quizás llegue a admirar a un actor de la isla de San Vicente, pero sufro la ausencia de los vicios de dicción de Orlando Casín, la cubanía de Reinaldo Miravalles y la simpatía y el cariño de Julito Martínez.

Un severo historiador de Martinica podrá conmoverme con un análisis de la realidad del Caribe, pero Manuel Moreno Fraginals no está más en su casa de Playa escribiendo la verdadera historia de Cuba, inmenso y sabio, dispuesto a explicarlo todo.

Habrá, desde luego, simposios, encuentros, saraos políticos y cumbanchas antimperialistas con talentosos escritores de Puerto Rico y República Dominicana, pero no están en Cuba Heberto Padilla, Guillermo Cabrera Infante, Daína Chaviano, Zoe Valdés, Norberto Fuentes, Andrés Reinaldo, Carlos Victoria, Reinaldo Soto, Bernardo Marqués, Maria Elena Cruz, Roberto Luque, Pío Serrano o Manolo Díaz y otros amigos de verdad que andan por el mundo.

Esta es la época de abolir por decreto otros afectos. Es el momento histórico del Caribe y hay que ser majestuosos y espléndidos con la nueva familia. Generosos, vehementes para que el enlace vuelva a parecer definitivo.

Que conste: ahora hay que amar a los pueblos del Caribe. Ya está a punto la tinta para el torbellino a pesar de que los cubanos aprendieron que el cariño no admite contrabandos.

Raúl Rivero

Foto: Raúl Rivero y Zoé Valdés, durante la presentación del libro La Ficción Fidel. Madrid, mayo de 2007.

Publicado en Cubafreepress el 2 de septiembre de 1998.

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