Desde La Habana

Pistola en mano

El reloj ya había marcado las 8 de la mañana. Mi madre, de 76 años, y yo, entonces con 49 años, acabábamos de tomar café. Ella prendió un cigarro y se fue a su cuarto. Yo estaba aún con ropa de dormir cuando sonó el timbre de la puerta.

Cuando abro, un tipo vestido de civil, apuntaba pistola en mano. Detrás, dos hombres más y una mujer, también de civil. Sin identificarse, el ‘pistolero’ entró, yo grité «Esto qué cosa es», pero ya él, pistola en mano, corría por el pasillo.

Llegó hasta el final, al cuarto donde Iván se encontraba durmiendo. Lo hicieron levantarse y así mismo como estaba, en piyama, lo sentaron en una silla, en la sala, vigilado por un negro alto y fornido. Con una segurosa presente, tuve que quitarme en el baño la ropa de dormir en el baño y ponerme un vestido.

Ella formaba parte de la comitiva de seis agentes del Departamento de Seguridad del Estado que el 8 de marzo de 1991 violentamente irrumpió en nuestra casa. Cuatro subieron y dos se quedaron en un Lada parqueado frente al edificio.

Un tiempo después, supe que su nombre o seudónimo era ‘Mónica’ y entre sus tareas estaba la de infiltrarse, vigilar y tratar de mantener a raya a jóvenes inquietos residentes en la barriada de la Víbora. Era blanca, delgada y de pelo castaño. Tendría menos de 30 años, ahora ya debe ser abuela y a lo mejor sigue siendo una represora. De las que visten verde olvido o anda de civil y es una de las tantas mujeres infiltradas en la disidencia y el periodismo independiente. O entre los exiliados, quien sabe.

El jefe del operativo, el que entró pistola en mano, se llamaba Rafael, lo sé por un papel que tuve que firmar. Luego de unas tres horas de registro, se llevaron a Iván detenido a Villa Marista, el cuartel general de la Seguridad del Estado, en el reparto Sevillano, a menos de dos kilómetros de nuestro domicilio.

A Iván no lo esposaron, lo montaron en el asiento trasero del Lada, entre dos agentes, el negro que lo vigiló todo el tiempo en la casa y otro más. Delante, el chofer y a su lado, el jefe del operativo, el que entró pistola en mano. ‘Mónica’ y otro agente se fueron caminando.

Como Iván estaba con el estómago vacío, después que se vistió, le di un poco de yogurt con azúcar. Antes de irse, en la sala gritó: «Servilio, sé que tu fuiste el que chivateaste». El negro que lo vigilaba lo haló hacia la puerta de salida y yo le dije: «Iván, por favor, no compliques las cosas».

Servilio, militante del partido y posterior miembro de una brigada de respuesta rápida, era el esposo de la vecina del edificio aledaño al nuestro, Los dos apartamentos quedaban muy cerca y eso permitía que se pudiera escuchar y ver lo que en uno y otro apartamento ocurría o se decía.

A la misma hora y el mismo día, detuvieron a tres jóvenes más de La Víbora. De los cuatro, dos hace tiempo se fueron a Estados Unidos. En La Habana quedaron dos, Iván y Elier, que siguen siendo amigos del barrio. Los cuatro fueron acusados de «propaganda enemiga». De haberlos enjuiciados, podrían haber pasado hasta 15 años en la cárcel.

Los soltaron el 21 de marzo, sin cargos. Pero a partir de ese momento, tanto la policía como la Seguridad del Estado, contínuamente los citaban y por cualquier cosa los arrestaban y los metían en el calabozo de la 10 Unidad, en la Avenida de Acosta.

Servilio, como todos los informantes y soplones, había entrado en pánico. Una mañana me lo topé en el policlínico Luis de la Puente Uceda y me dijo: «Fíjese, Tania, procure que a mí no me pase nada». Le respondí: «Servilio, déjate de miedos, que tu sabes que Iván no te va a hacer nada».

Servilio siguió en su rol de esbirro de barrio. La noche del sábado 8 de febrero de1997, había acabado de servirme arroz blanco, frijoles colorados y una tajada de aguacate, cuando tocan a la puerta. Era Servilio, para decirme que al día siguiente debía presentarme en el comité de zona de los CDR, en San Lázaro entre Carmen y Vista Alegre.

Ya los periodistas independientes de Cuba Press habíamos sido  alertados de que no debíamos ir a ninguna citación, pues era para darnos un ‘mitin de repudio’ a puertas cerradas, con la presencia de los ‘factores’ (seguidores del régimen) del municipio.

Le respondí a Servilio que le dijera a quien lo mandó con el recado, que no iba a ir. No dije a nadie en mi casa de mis planes. Poco antes de las 6 de la mañana del domingo, me levanté y sin hacer ruido me vestí y salí. Todo mi capital eran 5 pesos. A esa hora ya estaba abierta la panadería y compré dos panecitos, a peso cada uno (por la libreta de racionamiento, per cápita, corresponde un panecito de 80 gramos, que cuesta 0.05 centavos, pero ‘por la libre’ puedes comprar a peso cada pan).

En el Parque Córdoba, a unas tres cuadras, nacía la ruta 15, que entonces salía del Paradero de la Víbora, al doblar de nuestro domicilio. Unos diez minutos después llegó la 15, que en su amplio recorrido por la ciudad, pasaba por el Cerro. Me bajé en la Esquina de Tejas y me fui a la casa donde durante 35 años viví. Pese a estar declarada inhabitable, allí vivía mi primo Moisés.

Cuando toqué, aún no eran las 7 de la mañana. Medio dormido, mi primo preguntó quién era. Se extrañó de esa visita tan temprana, pero no indagó. Coló café, me sirvió medio vaso y me comí uno de los dos panes. Cerca de las 9 me fui.

Ese domingo me lo pasé de un lado a otro, visitando amistades y parientes. Antes de salir de la casa había dejado un papel diciendo que si iban a buscarme, dijeran que no sabían de mí, y que antes de regresar, llamaría. Al día siguiente, lunes 10 de febrero de 1997, me hicieron un acto de repudio.

Pero como la vida da tantas vueltas, unos años después, en la cuadra nos enteramos que Servilio estaba en Miami. Había ido a visitar a los dos hijos de un matrimonio anterior y que según contaban, en una embarcación se habían largado del ‘paraíso comunista’ que su padre tanto defendía. Puede que se hubieran ido legalmente, pero eso era lo que los vecinos comentaban.

Cuando ya la gente especulaba que Servilio se iba a quedar en Miami, un buen día apareció. Con mejor ropa y mejores calzoncillos (nos dimos cuenta porque su mujer los tendía en el balcón). Además de dólares, también trajo fotos y videos.

Mi nieta, entonces de unos 6 o 7 años, era muy amiguita de la nieta de su esposa y a veces jugaba en su casa. Así, una tarde, por primera vez, mi nieta supo que en la Florida, en un lugar  llamado Orlando, había un parque de diversiones muy famoso conocido como Disneylandia.

Se enteró por Servilio, quien tras una estancia de varios meses en Estados Unidos, decidió darle un vuelco a la imagen represiva que ante los ojos del vecindario siempre le acompañó.

Veinte años después, a lo mejor también Rafael, el seguroso que irrumpió en nuestra casa pistola en mano, ha dejado de creer en el socialismo de los hermanos Castro.

Tania Quintero

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